Todo el profundo e inmenso significado de una palabra: Madre

Lunes 30 de abril de 2007. Castillo de los Condes de Gante, en Flandes. Junto a mi mujer y cuatro amigos recorro las diversas estancias del imponente recinto cuando, al pararme frente a una vitrina que muestra arcos y ballestas, escucho a mi espalda una voz femenina cálida y enérgica a la vez, hablando a alguien en un tono firme pero pausado, explicando sin duda alguno de los numerosos tesoros y vestigios de este castillo-museo. La curiosidad me vence, y al volverme descubro a pocos pasos de mí a un niño con los ojos muy abiertos, cuyos brazos y piernas se estiran en forma de aspa, apoyado apenas sobre sus talones, y sostenido por una mujer que desde atrás cruza sus brazos por debajo de las axilas del muchacho, aferrándolo por el pecho. Lamento no poder evitar la indiscreción de fijarme unos segundos más en el chico: en la parte inferior de sus piernas hay prótesis de hierro; mueve sus brazos muy poco y con evidente descoordinación, manifestando atetosis en sus cuatro extremidades. Creo que sufre alguna forma de paraplejia o tetraplejia. Además, tiene dificultades para mantener la cabeza erguida y fijar la mirada, lo que me hace pensar en algún tipo de parálisis cerebral. Es un niño de 8 a 10 años, guapo, de pelo castaño claro y ojos oscuros con llamativos párpados. Sigo ante la misma vitrina cuando la pareja llega a mi lado. Intento simular interés hacia los objetos expuestos ante mí, pero no puedo evitar atender, siquiera escuchando, a quienes parecen ser madre e hijo. La voz de ella transmite una gran confianza, como la de una experta locutora o una guía de museo que sabe bien en qué tono y con qué palabras debe contar algo. Creo que habla flamenco u holandés, por esas vocales largas y el timbre ligeramente gutural que caracteriza a tales lenguas. Al acercarse al cristal rebasan mi posición, y entonces puedo fijarme en los rasgos de la mujer: estatura media, pelo castaño anudado en una coleta, con bucles sueltos sobre la frente y algunas rastas, cara algo pecosa, ojos oscuros, boca prominente, sin maquillaje en apariencia.

No es guapa pero resulta atractiva

No es guapa pero resulta atractiva. Su cuerpo es esbelto, aunque a la vez robusto, amazónico, como el de muchas atletas y nadadoras; parece modelado para resistir cargas. Viste de forma un tanto descuidada, cómoda, sin presunción. Lo que más me impresiona de ella es que parece ajena a cualquier estímulo que no pueda resultar interesante para su hijo, con quien forma un grupo escultórico peculiar, moviéndose ambos con perfecta integración, casi con naturalidad; al hacerlo no transmiten sensaciones de incomodidad ni de fatiga. Me adelantan y al rato desaparecen por alguno de los pasadizos a estancias contiguas. Poco después vuelvo a encontrármelos en la sala donde se muestran y escenifican instrumentos de tortura aplicados hace siglos. La madre señala a uno de los maniquíes bajo tormento mientras con marcadas inflexiones de voz describe, me imagino, las penas que aquellos desdichados sufrían; el chico abre los ojos con asombro, y parece susurrar algo. Me demoro aquí, sin advertir cuándo salen ellos. Al rato coincidimos frente a un torreón, en el momento en que la mujer carga con el chico entre los brazos y se dispone a descender así la larga escalinata. Bajo detrás de ellos, y a los pocos escalones ofrezco a la madre mi ayuda, en inglés. Ella sigue adelante, como si no me hubiese oído, con seguridad, con determinación. Mi mujer se ha cruzado con ellos y me comenta su admiración. Cuando vamos a abandonar el castillo, veo a la madre en el patio dando cariñosamente de comer al niño, acariciándole, hablándole. Los dos solos, como antes. Y en esa mujer descubro, emocionado, todo el profundo e inmenso significado de una palabra: Madre.

Rafael Rabadán Anta

Psicólogo, Profesor de la Universidad de Murcia, patrono de la Fundación Maternal